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𝐑𝐢𝐪𝐮𝐞𝐳𝐚 𝐢𝐧𝐭𝐞𝐫𝐢𝐨𝐫

𝑃𝑢𝑏𝑙𝑖𝑐𝑎𝑑𝑜 𝑒𝑛 𝑅𝑒𝑣𝑖𝑠𝑡𝑎 𝐾𝑎𝑡𝑎𝑏𝑎𝑠𝑖𝑠

—Me importa poco si tiene bacterias, quiero tragarme todos los virus del mundo —dije.

Tenía un sabor a cáscara de banana, olor a mandarina, palitos salados, cebolla y pescado crudo, no era sushi. Era un filet de merluza berreta que tocaron ligeramente para ponerlo en la asadera, luego se arrepintieron de tan horrible, acuoso y remojado, ¡insulso!, ¡casi vomitivo! Contuvieron las arcadas y finalmente pidieron unas pizzas. Para pagar el delivery tocaron el billete de cien y luego el de quinientos, y así es como uno puede explicar con certeza el origen de lo recientemente ingerido. Acabo de devorarme y casi deglutirme esos billetes, ¡en mi vida había probado cosa más rica! ¡Se los aseguro! ¡Nada se compara! Sentís una erradicación de impuestos en el paladar, una ganancia sin inversión en la laringe y una posible faringitis de todos los virus que te comiste. Quiero desprenderme de esta necesidad, pero aún siento como la economía me acaricia las cuerdas vocales y me dice:

«¡Comé, el billete de mil!».

Entonces hago caso, una vez tragado, tozo un poco, se escapa entre la tos y el escupitajo un pedazo ya baboseado, ¡masticado! Y… ¡me lo trago!

—¡Es más rico regurgitado! —confesé. Todos mis compañeros me aplaudieron.

Me sentí el más afortunado de los cajeros. Sirvo para días ajetreados, me como todos los billetes sin contarlos, si se descuidan garroneo la billetera, cuero o tela, ¡lo que sea! Mientras haya sido rozado por la belleza lujuriosa de aquel papel, por aquellos números pasionales y… ¡ay! Me dieron ganas de uno de cien, ¿alguien tiene? La gente hace fila y me dice amablemente:

—¡Quiero depositar quinientos!

Yo contesto:

—¡Adentro! —me tienen podrido, les grito—. ¡Sean codiciosos! ¡Necesito que se endeuden! ¡Dónde está la ambición en estos días!

Una vez que empezás no podés parar, sentís que necesita más y más. La gente confía, me los dejan tiernamente en la boca, aspiro los gérmenes, llevo las pupilas hacia arriba y los trago, sin analizar. Han abierto el inventario de sabores, han concluido con la sed, han traicionado a los pasteles de papas, tortillas y empanadas, y a cambio me dejaron el placer más satisfactorio que puede haber… el de acumular dinero en el ser.

Todos desesperados por preservar la plata en sus cuerpos, nutrirse de parámetros económicos y construir una mansión de cinco pisos en el hígado. Tengo en los pulmones cinco autos y dos camiones, me tragué lo suficiente como para conseguir un elefante que hable y defeque más dinero. Antes de obtenerlo dialogué seriamente con Trompitas y prometió que podía achicarse e ingresar muy amorosamente en mí. Soy generoso debido a que lo dejo estar en mi corazón, éste está bañado en oro… en uno de los innumerables viajes lo probé, tengo mucha experiencia, mastiqué billetes, oro, plata y varias joyas.

A falta de presupuesto puede que pasado mañana me construya un hospital en los riñones, soy solidario. Entre tanto recibo ganancias por operar mal a mis pacientes, a veces solo mueren deshidratados —de todas maneras me pagan—. Se hayan cómodamente en mis riñones y no reniegan de depositar la plata en mi intestino grueso, ¡qué amorosos!

Se supone que al consumir dinero uno se hace rico por dentro, tengo la espiritualidad hecha de valores incontables, la cantidad superando a la calidad, y un deseo apresurado de convertir en efectivo todo lo que se pueda tocar, ver al perro con cara de un billete de quinientos, ¿es normal?

Al principio pensaba que era loco, veía la destrucción del mundo, la avaricia y la codicia, ¡combinadas! ¡juntas! Empeñando almas, destruyendo valores, acabando con la moral y… probé la billetera de mi novia y todo se volvió plausible, ¡genial! Me sentía eternamente atraído cuando ella me miraba fijo me acariciaba el rostro y decía:

—Anda al supermercado de acá a la vuelta.

Me daba la plata y yo hacía estragos, ¡Dios mío! Los partía, los masticaba con lentitud, para que durase lo más posible. Para que la saliva se combine con los gustos de uno de quinientos y otro de mil, para imprimir en los dientes la fisonomía de todos los billetes. ¡Ay! ¡Sí! ¡Quiero más! ¡Más!, ¡más! ¡Quiero más billetes!

Después de volver sin el papel higiénico mi novia no quiso verme, ya van dos meses de nuestra separación, juro que esos ojos azules y esos labios carmesíes son horribles, no se comparan, no llegan ni a los talones de cualquier tipo de billete. Los billetes son superiores, ¡adictivos! Tienen en su composición ambrosía y adrenalina, sumergido en la más deliciosa de las avaricias. Hecho para ser consumido y multiplicado, y… ¡otra vez! Los dolores de panza, de cuello y garganta empeoran, ¡trago más dinero! Necesito pagarle al doctor que está adentro.

Visito el hospital que inauguré en mis riñones, pero el doctor estúpido se niega a atenderme, ¡quiere un aumento! ¿Qué le pasa? ¿Piensa que defeco dinero? Lamentablemente no es así, ¡me niego! Quiero comer billetes, pero no para que vayan al hospital ese. ¡Quiero que sean solo para mí!

—Son míos —grito—. ¡Solo míos!

Finalmente no le pagué nada y me tuvieron que llevar a una clínica fuera de mi cuerpo, ¡qué trágico!

—Señor, la consulta vale dos mil quinientos, ¿los tiene?

—¡Me estoy muriendo! ¿Qué importa eso?

—Usted dígame, ¿no es el dinero lo más importante? —comprendí que tenía razón.

—¿Puede prestarme un poco? —supliqué arrodillado—. Necesito concluir mis últimas acciones, quiero un billete de diez para tragarlo, uno de quinientos para besarlo, y… ¿puede retirarse? Déjeme a solas con el dinero, queremos privacidad para hacer algo…

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